Nuestra actitud conducirá a la guerra con Irán

marzo 28, 2008

Hable casi con cualquiera de Washington sobre política exterior en estos tiempos y es probable que escuche que Irán es «el problema internacional número uno» para Estados Unidos. Críticos y políticos se muestran unánimes en que la República Islámica será uno de los asuntos principales de la campaña electoral presidencial.

La pregunta es: ¿qué hacer con Irán?

Está claro que la dirección de Teherán, reforzada de las elecciones parlamentarias de la semana pasada, no está de humor para ofrecer concesiones.

La elección a la que se enfrentan los responsables políticos es plantar cara a la República Islámica incluso si eso significa conflicto militar, o reconocer su derecho a seguir cualquier política que desee, incluso si eso significa amenazar intereses vitales de las democracias occidentales y sus aliados regionales.

Con el fin de evitar esa elección, el Senador Barack Obama, el favorito para la candidatura presidencial del Partido Demócrata, ha anunciado que, si sale elegido, invitará a «negociaciones incondicionales» al Presidente de la República Islámica Mahmoud Ahmadinejad.

Esto significa que Obama invertiría la política de la administración Bush con Irán e ignoraría tres resoluciones unánimemente aprobadas del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que instan a la República inicial islámica a suspender el enriquecimiento de uranio como precondición a las negociaciones.

Sin embargo, Obama ya no está solo en su llamamiento a «negociaciones incondicionales» con Ahmadinejad.

La semana pasada, Henry Kissinger, consejero de política exterior de John McCain, presunto candidato a presidente de los Republicanos, también pedía negociaciones incondicionales con Teherán.

Algunos días después del cambio de postura de Kissinger se anunciaba que el almirante de las fuerzas americanas en Oriente Medio, William J Fallon, había dimitido a causa de sus discrepancias con la política de la administración de mantener abierta la opción militar contra la República Islámica.

Fallon se informa que se opone a los planes de interceptar los barcos iraníes que se sospecha transportan materiales de uso dual. En su lugar, el almirante instaba a sus jefes políticos a pensar en hablar con Teherán.

Después fue el turno de pedir negociaciones incondicionales con Teherán de Dennis Ross, antiguo árbitro norteamericano de paz en Oriente Medio.

Ross proponía que las negociaciones fueran sincronizadas con crecientes sanciones contra Teherán con la ayuda de la Unión Europea, Rusia y China. A fin de lograr eso, proponía concesiones a Rusia, incluyendo el abandono de los planes norteamericanos de instalar unidades antimisiles en Polonia y la República Checa. (La UE y China también recibirían concesiones sin especificar de Estados Unidos a cambio de sanciones más duras contra Irán).

Todo este diálogo de negociar con Teherán puede sonar eminentemente razonable.

Sin embargo, incluso si ignoramos la demencial sugerencia de Ross de enfurecer a Teherán imponiendo sanciones más duras al tiempo que le invitamos a negociar un acuerdo, la idea de «negociar con Irán» es problemática por dos motivos más.

El primer problema es decidir de qué van a versar las negociaciones.

La República Islámica nunca ha dicho que no estuviera dispuesta a negociar.

Lleva metida en un diálogo con la Unión Europea desde 1980 y mantiene una relación cordial con muchos países más, Rusia y China entre ellos. También ha mantenido conversaciones secretas con Estados Unidos, en 1979, 1985-86, y más recientemente en 1999-2000, además de sesiones públicas sobre Afganistán e Irak en el 2002 y 2007.

Lo único de lo que la República Islámica no está dispuesta a hablar es de renunciar a su programa de enriquecimiento de uranio según lo exigido por el Consejo de Seguridad.

Para evitar ese inoportuno obstáculo, algunos defensores de la política de «negociar con Irán» sugieren que el tema del enriquecimiento de uranio no se mencione. En su lugar, en palabras de Kissinger, Estados Unidos y sus aliados deben pedir a Irán prescindir del aspecto militar de su programa nuclear, abandonando de manera permanente así su derecho a desarrollar armamento nuclear.

El problema es que la República Islámica nunca ha admitido tener un programa para construir la bomba.

Lo que Kissinger está exigiendo es que los líderes de Teherán admitan primero que han estado mintiendo todo el tiempo, y que tenían planes para construir la bomba, pero que ahora están dispuestos a no hacerlo.

¿Puede esperar en serio Kissinger que el «Guía Supremo» Alí Jamenehi realice tal reconocimiento?

Incluso si los líderes de Teherán estuvieran dispuestos a reconocer que han estado mintiendo y que van a prescindir de un programa que vienen afirmando que no existe, aún podrían encontrar dificultoso ofrecer la empresa que exigen Kissinger y los demás.

¿Por qué debe Irán convertirse en el único país del mundo en abandonar el derecho a desarrollar armamento nuclear?

Después de todo, comprar la tecnología para fabricar armas nucleares o incluso fabricarlas y desplegarlas no es ilegal.

Algunos países, como Argentina, Brasil, Sudáfrica, Ucrania, Kazajastán y más recientemente Libia han renunciado voluntariamente a ese derecho y se han desembarazado de sus programas nucleares militares. No obstante, ni siquiera ellos han renunciado para siempre a su derecho, y podrían decidir reanudar sus programas nucleares en cualquier momento que prefirieran.

En otras palabras, el colectivo del «negociar con Irán» sugiere que se pida a Teherán hacer algo que ningún gobierno que se respete contemplaría.

El método que sugiere que el colectivo del «negociar con Irán» podría tener consecuencias desastrosas para todos los aludidos.

Podría persuadir a Teherán de haber ganado ya y de poder ignorar sin peligro las tres resoluciones del Consejo de Seguridad. Después de todo, negociaciones incondicionales significan que las principales potencias abandonan su requisito de que Irán suspenda el enriquecimiento de uranio antes de tomar parte en negociaciones sustanciales sobre futuras relaciones.

Asimismo, Irán podría ofrecer concesiones en un amplio abanico de temas, sacrificando por ejemplo a Hezbolá y Hamas e incluso Siria, a cambio de la aceptación tácita de sus ambiciones nucleares por parte de Estados Unidos y sus aliados. Eso pondría a los negociadores occidentales en una tesitura difícil: conceder a Teherán el enorme e irreversible premio a cambio de concesiones reversibles y más pequeñas. Teherán podría activar o desactivar sus empresas Siria, Hezbolá o Hamas en el momento que prefiriera, como ha hecho con Muqtada al-Sadr en Irak. Sin embargo, una vez que Irán tenga la bomba, nadie será capaz de devolver el genio a la botella.

La única manera en que la República Islámica podría abandonar sus ambiciones nucleares es bajo el convencimiento de darse cuenta de que el precio de fabricar la bomba, si ese es de verdad el objetivo, es demasiado elevado en términos de sufrimiento económico, aislamiento diplomático y/o derrota militar.

Desde el punto de vista de Teherán, la idea de «negociaciones incondicionales» tiene el aspecto de rendición de las potencias occidentales.

Ello podría fortalecer a los elementos más radicales dentro del régimen, que a continuación pueden despreciar a sus críticos como traidores y cobardes.
Existe sin embargo otro problema quizá más importante con «las negociaciones incondicionales». Sólo pueden ser llevadas a cabo una vez.

Si no se puede persuadir a Teherán de ofrecer la única concesión que importa, léase dejar de fabricar materias primas para una bomba, la única opción que les queda a Estados Unidos y sus aliados sería rendirse o utilizar la fuerza.

En una de esas ironías de la historia, los defensores de «las negociaciones incondicionales» con Teherán podrían estar haciendo más probable la guerra, no menos.


Bobby Fischer ¿ Quién es quién ?

enero 19, 2008

Fischer pierde la última partida
El mejor ajedrecista de la historia murió en Reikiavik – En 1972 ganó el título mundial al ruso Spassky en 21 partidas míticas – Se quedó sin patria y vivía en Islandia alejado del tablero.
Henry Kissinger tuvo que obligarle, porque nadie sabía lo que iba a hacer Bobby Fischer. En 1972 tenía que disputar el título mundial de ajedrez contra el ruso Spassky en Reikiavik, pero las exigencias de Fischer complicaban el duelo. Que si las sillas, el dinero, la mesa o las cámaras. Fischer, que perdió la primera partida y no se presentó a la segunda, amenazaba con irse y Kissinger no dio rodeos: «Estados Unidos quiere que vayas y derrotes a los rusos». La tercera partida se jugó como quiso Fischer, en un cuarto sin público, sin cámaras, sin nada que molestase al genio. Talento contra talento. Y Fischer remontó hasta llevarse la victoria en las 21 partidas más memorables de la historia del ajedrez, cuando este deporte sí que fue la guerra por otros medios.
«Ha marcado una época en la historia de la humanidad, como Newton, Einstein y Gagarin», decía ayer el ruso Kirsán Ilyumzhínov, presidente de la Federación Internacional de Ajedrez. Era demasiado genio para que la época actual le entendiese. Para que él mismo se entendiese. La vida para él estaba en las 64 casillas y no puede ser casual que ayer muriese, a los 64 años.
Como el personaje de Melville, «Bartbely, el escribiente», Fischer, daba la impresión de que preferiría no hacerlo. Tres años después de centrar al mundo en una partida de ajedrez, la Federación le quitó el título por negarse a jugar contra el aspirante Karpov. Fischer desapareció. No jugó más, no dio entrevistas, se acercó a un grupo religioso que creía en un apocalipsis cercano, se gastó el dinero y se acercó a la ruina económica y psíquica. Parecía un vagabundo, un hombre abandonado que se sentía perseguido. En 1981 fue detenido en Pasadena, confundido con un atracador de bancos. Su mente, su 182 de cociente, como Einstein, le estaba ganando la partida.
Nadie entendía qué pasaba con el héroe americano. Ni siquiera jugaba a la ajedrez hasta que en 1992 reapareció para perderse: le propusieron volver a jugar contra Spassky. Sólo había un problema. Yugoslavia, la sede, estaba bajo sanciones de la ONU y bajo embargo estadounidense. Si Fischer jugaba le condenarían a 10 años de cárcel. El héroe podía ser un traidor.
A Fischer no le importó. Escupió en la carta de Estados Unidos, aseguró que no pagaba impuestos desde 1976 y fue a Yugoslavia a recordar su momento de gloria. Jugó, ganó, se llevó 3 millones de euros y el único campeón mundial de ajedrez estadounidense no volvió a pisar suelo americano.
Se marchó a Filipinas, se casó, tuvo un hijo y fue detenido en Japón al estar cancelado su pasaporte estadounidense. Se quedó sin patria, al tiempo que se quedaba sin gloria, abandonaba el ajedrez y empezaba una cruzada antiestadounidense. Su punto más cruel fueron sus declaraciones después de los atentados de las Torres Gemelas: «Ya era hora de que alguien le diera una patada en el culo a Estados Unidos». Era un señor barbudo, gordo, con los ojos idos. Muy lejos del niño de quince años que se convirtió en maestro y sorprendió al mundo.
Islandia le dio la ciudadanía. Allí murió ayer tras una larga enfermedad. «El ajedrez es la vida», aseguró. Y aunque dicen que se le podía rastrear en internet jugando como un anónimo, ya lo había abandonado.